En la casa de mi abuela el sinsentido abundaba, era el lugar donde todo y nada podía pasar al mismo tiempo. Tenía un salón de juegos en el que jamás jugamos, una piscina que nunca vi llena, un kiosco en el que no había pájaros, 2 aljibes de los que no se podía sacar agua y un bar que no funcionaba como tal.
Muchas cosas eran absurdas, como que los objetos se movieran porque sí y uno perdiera la memoria de repente en una casa disfrazada de hogar.
Aún así, lo que más llamaba mi atención, era el patio interno de la casa, al que bautizamos como “el patio rojo”. Era el único lugar de la casa que estaba construido sobre agua. Nadie me dio nunca una explicación a esto, así que tuve que averiguarlo por mi cuenta.
El patio rojo era el lugar donde se celebraban las fiestas más importantes, como el concurso de halloween cada año, al que me encantaba ir porque podía disfrazarme y bailar sin vergüenza.
En los eventos, siempre estaba encargada de repartir los aperitivos a los invitados, las bebidas no me las confiaron hasta alcanzar la adolescencia porque siempre terminaban en el suelo. Pero yo era feliz sirviendo a las personas mientras contaban historias y se reían bullosamente conmigo. Lo cierto es que fui una niña muy sociable que más que hablar, le encantaba escuchar.
La casa y yo nos llevabamos bien, me gustaba jugar fútbol en el jardín y pasar horas viendo los objetos y libros que coleccionaban mis abuelos. Era un lugar antiguo, aunque un poco ecléctico, donde una porcelana de San Miguel podía compartir estante junto con Buda y una figura de acción de Chucky.
Una noche, en el cumpleaños de mi abuelo, la casa estaba ocupada vigilando a los invitados que no dejaban de gritar y caminar de una sala a otra. Así que, corrí al patio rojo sin que se diera cuenta. Me acosté, con mi oído presionado contra el suelo a escuchar el agua.
-Bajo la maceta, mira debajo de ella — me susurraron
Me levanté y vi en la esquina del patio varias plantas que querían formar una especie de jardín mal logrado, moví las macetas con las pocas fuerzas que se puede tener a los 5 años y, para mi sorpresa, encontré un agujero en el suelo por el que pude ver más allá de la baldosa. Fue entonces cuando descubrí que cientos de secretos vivían dentro de burbujas sumergidas en el agua.
La casa inmediatamente se sintió vulnerada y corrió hacía el patio rojo. El agua me invitaba a nadar en silencio. Pero los cuadros y únicos testigos del momento gritaban alarmados para que me escondiera, y yo que siempre me moví en obediencia, esta vez no supe detenerme y dejar de ver través del agujero una burbuja llena de conversaciones que nunca existieron y traumas que se olvidaron.
Para bien o para mal, lo vi todo. Las memorias olvidadas de la familia, las historias detrás de las habitaciones y las intenciones de los corazones. Entonces entendí por qué los secretos son secretos y a veces es mejor no saberlos.
Así fue como la casa me encontró y al verme husmeando, rasgó su disfraz y despertó en ira. Las plantas saltaron de sus macetas, las sillas corrieron cojas y la furia de la casa solo creció. Parecía tener miedo, pero no sé quién temía más, si ella, el agua o yo. Así que me agarró de la cabeza hasta lograr abrirla y, sin escatimar, me robó todas las memorias que pudo encontrar.
Entre gritos mudos y patadas al aire solo pude llorar los recuerdos y sentir cómo el agua me recorría, y entendí porqué no vivía en la piscina y tampoco en los aljibes, estaba oculta y nadie lo sabía. Eso es lo que le pasa a las niñas como yo cuando escuchamos susurros que no debemos escuchar y nos dejan a medias en un patio rojo sin saber nadar.
Fue ese día, mientras todos reían que yo me convertí en una burbuja más y olvidé lo que no sé si quiero recordar.